(Artículo publicado para el nº 7 de Terroperiodista, revista del Grupo 33 de la Universidad de Carlos III. 18 de Diciembre de 2008 )
La existencia de este artículo se la debo a un afilador de cuchillos. El pasado domingo no llevaba ni cuatro horas metido en la cama, cuando de pronto penetró en mis oídos el sonido de la bellísima armónica de este buen hombre. Yo, que soy de esos que se despiertan y ya no vuelven a conciliar el sueño, cada vez que se hacía más próximo ese beligerante sonido auguraba una entrañable y resacosa mañana dominical.
Mi primera reacción fue la de inclinar mi mano hacia la izquierda, alcanzar una de mis babuchas y lanzársela, deseandole buen éxito en el afilado de mi prenda. Pero, debido a que la noche anterior había estado en mi primera cena de Navidad y en estas fechas todo se disculpa, me contuve. Y esperé a que alguien me tomase la vez o, cuanto menos, lanzara el grito de: hijo de puta, cállate. Pero mis vecinos parecen ser más tolerantes que yo. Entre tanto, alcanzando el nórdico hasta mis orejas, llegué a la conclusión de que estábamos en Navidad y, encima, en crisis; luego, había que disculpar la imprudencia del afilador.
Pero todo no quedó ahí. Al cuarto de hora, a mi vecina, desconocida aún por mí, se le ocurrió la fantástica idea tocar diana, poniendo a todo volumen su cadena de musical para deleitar mis oídos a base de villancicos populares. No sabía si llorar, gritar, irme a la calle o directamente tocar la pandereta. La cuestión es que ya estaba arto de estas fiestas; ya estaba empezando a vomitar ese espíritu navideño que había conseguido adquirir en la cena del día anterior. Aunque, a decir verdad, aquella cena había significado para mí, más que otra cosa, la celebración de la victoria del Barça.
Todos los años, durante estos días, muchos nos plantamos ser un poco mejores que el año anterior. Sin embargo, en milésimas de segundos podemos perder el benévolo carisma que intentamos conquistar con tanto esfuerzo ascético. Supongo que ese sería el caso del pasado viernes cuando, paseando por la Gran Vía, observé a un conductor afligido por el atasco. Los 2,5 millones de bombillas navideñas que Gallardón le ofrecía a este cabreado conductor no servían para calmar su agobio. Y, a pesar de llevar colocado en su espejo retrovisor un ridículo arbolito de navidad, este hombre había perdido toda cordura regalando palabras mal sonantes al medio ambiente, debido seguramente a que tras salir del trabajo se le había hecho tarde y no podría fealizar su compra en El Corte Inglés.
Estos días comprobaremos que los frutos que podemos recoger del árbol de Navidad, que con tanta ilusión plantamos en el puente de la Inmaculada, pueden ser autopisoteados en milésimas de segundos. Normalmente, intentamos que nuestra familia viva ese espíritu navideño que utópicamente refleja Dickens en A Christmas Carol. Sin embargo, el edificio familiar parece derrumbarse cuando harto de escuchar el sonido de la pandereta de la abuela, que con su desafinada voz no para de cantar el mismo villancico de todos los años, estás a punto de soltar cualquier improperio contra Papá Noel y su fundador.
Inmersos en la encrucijada del siglo XXI, muchos replantean el sentido de la Navidad. El significado que a estas fiestas le da un empresario, no es el mismo que el que le puede dar un niño que cree en los reyes magos, o el de una persona que se sienta reflejada con cualquiera de las etapas del protagonista de la novela de Dickens.
En la actualidad, muchos abogan por la reducción de la Navidad a la fiesta del consumista por excelencia, de modo que no perdamos el tiempo en sandeces tradicionales y análisis caducos de si debemos o no construir una personalidad y una sociedad mejor. Sin embargo, todavía queda el bastión de aquellos que consideran que la Navidad es un buen momento para pararte, estar cerca de los tuyos y vivir más cálidamente el amor de la familia y de la amistad.
Celebremos como los romanos el Nacimiento del Sol invicto, como los escandinavos el Nacimiento de Frey, como los Incas el Renacimiento de Inti, o como los cristianos el Nacimiento de Jesús de Nazaret; la Navidad es un buen momento para plantearnos si debemos o no tirarle un zapatazo al afilador de cuchillos, montar o no un pollo en la Gran Vía, o mandar a Papa Noel, por no decir a la abuelita de la pandereta, al mismísimo carajo. La Navidad es tiempo para amar. Y desde la celebración del amor, explorando el fondo de nuestro ser, recuperar aquello de bueno que probablemente hayamos perdido en el cotidiano caminar.
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